Esto es una prueba para ver cómo va el formato de cuentos.
Empecé a sorprenderme cuando al retomar la lectura de aquel libro de segunda mano que me había comprado, noté que un punto sobre una i se hacía más grande. Cosa lógica es, pensé, porque acaba de empezar el otoño y es bien sabido que la tinta en otoño se dilata.
Pero al día siguiente el punto se convirtió en una raya, y además ya ni siquiera estaba sobre una i, sino sobre una m, convirtiéndola en una curiosa letra de un alfabeto centroeuropeo. De hecho, si mirabas varias páginas al trasluz, te dabas cuenta que el punto no era tal punto, sino una ausencia de papel, vulgo agujero, que atravesaba las páginas. Tal agujero tenía su final, pero no había nada más.
Al menos ese día. Al día siguiente tomé el libro bien temprano, no bien hubo salido el sol, lo puse bajo el flexo más potente de mi casa, y lo abrí de forma sorpresiva. Allí, efectivamente, estaba el gusano, que se agitó convirtiéndose en una coma bastante convincente. Mi uña del dedo meñique, que mantengo larga precisamente para estas emergencias, se abalanzó sobre él con el objetivo avieso de transformarlo en punto y coma, pero el fementido cobarde huyó, ocultándose en el lomo.
Ya no lo volvería a sorprender. Día a día veía aparecer figuras de Rorshach formados por las partes de la página deglutidas por el interfecto (o, Dios nos libre, su familia). Avanzaban por las páginas, pero afortunadamente evitaban las zonas con tinta, que, al parecer, no tiene buen sabor. Pero el hambre haría que eventualmente las alcanzaran. Ya sólo me quedaba usar lo único que nos separa de las bestias: el cerebro.
Seguí leyendo el libro, sin descansar ni para comer. Lo terminé, y lo dejé sobre la mesilla. Al cabo de unos minutos atravesó la contraportada un grupo de cabecitas, formando una roseta. Viéndose vencidos, volvieron a lo suyo. Y yo me prometí a mí mismo no volver a comprar libros de segunda mano sin antes comprobar si tienen habitantes.